Dos maduros jóvenes vestían camisas gais y bermudas magenta mientras paseaban ágiles por la Gran Vía. Tenían un compromiso, pero no entre ellos, sino con la adicción más grande que los hombres jamás hayan conocido: el juego. Este juego en particular era uno de esos que atrapaba a los jugadores en el vicio, les enfrentaba entre ellos hasta que corriera la sangre, y colocaba sobre la mesa la moral humana para retorcerla hasta que quedase irreconocible.
Prefiero no pronunciar el nombre del endemoniado juego, mas es posible que alguno de ustedes ya conozca hasta el más profundo de sus entresijos. No exagero cuando digo que se trata de un placer que crea necesidad y hábito. Quienes lo practican, como los dos hombres de nuestra historia, deben hacerlo con precaución si desean seguir con vida.
Resultó que ellos se dirigían a un bar en el que dos amigas vestían camisas sáficas y vaqueros azules mientras tomaban fresca granizada de frutas. Les pareció conveniente sentarse en la misma mesa, y los cuatros se animaron a jugar unas partidas. Pidieron dos granizados más y comenzaron la primera ronda. Cartas sobre la mesa, cada jugador evaluó sus posibilidades y pensó en la mejor baza. La primera partida fue rápida, aunque se sucedieron muchas más; resultó que las dos mujeres conocían sobradamente las normas e instaban a continuar jugando una ronda tras otra.
Como los expertos tahúres que eran, pasaron una gran noche en compañía, hasta que llegó el momento de separarse. La afición les unía, pero no podían eludir otras responsabilidades, así que cada uno de los cuatro amigos marchó en una dirección y nunca jamás volvieron a verse.
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