El rincón del duende

Yo era un perro feliz, que vivía en la ciudad con mi dueño y mi dueña. Salíamos a pasear, a veces también nos íbamos de aventura, y después nos tumbábamos en el sofá a comer pizza mientras ellos miraban un cuadrado negro que parpadeaba y emitía luz y yo disfrutaba de su compañía. Ocurría casi todos los días de esta forma, y eran días perfectos, la verdad.

Aproximadamente después de mi noveno celo, me llevaron a un sitio al que nunca había ido. Mi humano me metió en su furgoneta y fuimos a la montaña. Dimos un paseo muuuucho más largo que los que solíamos hacer por la ciudad. Atravesamos un pueblecillo, después un río, unos acantilados, y llegamos a una cascada que formaba un pequeño lago en mitad del bosque. Mi humano hizo un nudo con mi correa a un árbol, y se dio la vuelta.

Esperé pacientemente a que volviera. Después de un buen rato, me dí cuenta de que estaba anocheciendo. ¿Le habría pasado algo malo? Empecé a preocuparme, así que tiré de la correa todo lo fuerte que pude, intentando deshacer el nudo. Pero no pude. Entonces tiré más y conseguí romper la rama. Seguí el rastro de mi dueño, por el mismo camino por el que habíamos venido, hasta llegar al gran río. Allí se perdía el rastro.

Resignado, regresé montaña arriba hasta la cascada y me senté a orillas del lago, justo donde lo había visto por última vez. Si me estuviera buscando, quizá volviera al lugar donde me había dejado. Anocheció, y empezó a hacer frío. Me refugié en una cueva cercana al lago, desde donde podría escuchar si mi dueño regresaba. Me dije que no me dormiría, que estaría atento a cualquier señal. Sin embargo, en algún momento de la noche que no recuerdo, caí rendido.

Al día siguiente, me despertó la luz del Sol que entraba por la cueva y golpeaba directamente mis ojos. ¡Me había dormido! Salí corriendo hacia el lago, y olfateé el árbol donde había visto a mi humano por última vez. Ni rastro. Me sentí triste, había perdido a mi humano de una forma tan tonta… le había fallado. Me tumbé a la orilla del lago, desesperado y confundido. El Sol se movió un poco hacia arriba, y cansado de esperar y hambriento, me levanté.

Llevaba sin comer desde antes de anoche. Aullé, por si mi dueña me escuchaba, en algún lugar. Ella era siempre quien me daba de comer mi pienso o, a veces, pizza. No vino nadie. Estaba en un sitio que no conocía, con hambre y sin mis dueños. En toda mi vida nunca me había quedado solo, y ahora no sabía qué hacer, no podía vivir sin mis humanos, dependía tanto de ellos, y fue en ese momento cuando me dí cuenta, cuando asumí que moriría pronto.

El sol ya iniciaba su descenso para posarse detrás de las montañas. Dejé atrás el árbol con la rama partida, el lago y la cascada, y me retiré a la cueva. Me adentré más que la noche anterior, ya sin esperanza de que regresara mi dueño, en las profundidades de la tierra. Me tumbé en la roca desnuda, dispuesto a morir. Y cerré los ojos, esta vez conscientemente.

Como perro, nunca me había imaginado cómo sería la muerte. Ni siquiera me preocupaba ese concepto, yo solo me dedicaba a vivir, sin importar lo que viniera después. Pero tumbado en aquella cueva, comprendí que mi vida llegaba a su fin. Todo estaba oscuro, y diversos recuerdos vinieron a mi mente. Imágenes de buenos momentos, corriendo con mis dueños, jugando a la pelota, en el sofá juntos o bañándonos en la playa. Aquel día que me monté en una canoa por primera vez, o cuando hicimos camping y tiro con arco. Tantas experiencias me hicieron sonreír. La muerte no era algo tan malo, al fin y al cabo, porque había tenido una buena vida.

Después de las imágenes, me concentré en un olor lejano. Seguí el rastro que venía de las profundidades de aquella oscuridad. Conseguí aislarlo y era como un olor a pizza. Mi olor favorito del mundo mundial, definitivamente no me importaba morir así. Creo que estaba soñando despierto, aunque mi cuerpo se estaba apagando. El olor se acentuó y pude distinguirlo: eran champiñones frescos. Recordé que tenía hambre, y abrí los ojos. El olor seguía allí, y provenía de la cueva. Allí, en la roca más profunda, donde apenas llegaba la luz, crecían una especie de setas que olían estupendamente. Instintivamente, me levanté y me dirigí hacia la comida. De un gran bocado, comí varios de estos deliciosos hongos que mágicamente me habían rescatado de la muerte. Estaban riquísimos, y había decenas de ellos, así que comí en abundancia hasta saciarme.

Por lo que parecía, seguía vivo, estos champiñones me habían salvado. Había sobrevivido a lo que yo pensaba que sería una muerte segura en soledad, en medio de la nada. Salí de las profundidades y me senté en la entrada de la cueva. Estaba atardeciendo. Contemplé el Sol, ahora naranja, que teñía el cielo y se reflejaba en el lago. Era una imagen casi tan bonita como las que había visto en la cueva. Pero esta imagen no era un recuerdo, era real, y me decía que si estaba viendo algo tan puro era porque estaba vivo.

En el lago observé una perturbación. Las aguas tranquilas y planas que hacían de espejo del cielo se dispersaron y una figura emergió de ellas. Avanzó hasta la orilla y, poco a poco, se fue descubriendo conforme salía del líquido dorado. Brillante, todavía con gotas de agua, un ser desconocido, parecido a un humano, pero de color distinto y tamaño bastante más reducido se acercó a mí.

Pensé que sería un pez raro, que salía del agua. Quizá una especie de cocodrilo que había adoptado la forma de un humano en miniatura, pues su piel era de tonos verdes. Pero yo no juzgo a mis hermanos, aquellos seres, que igual que yo, viven. Y permanecí quieto, sin mostrarme agresivo, aunque superaba a aquel hombrecillo en tamaño y fuerza. Quizá podría hacerme compañía.

—Esa mina donde has estado durmiendo es mi mina —me dijo, cuando llegó a estar suficientemente cerca—. Y esos hongos que te has comido son mis hongos, que cultivo yo mismo. Pero no pasa nada, puedes comértelos, y dormir en la mina siempre que quieras, lo digo de verdad.

Me sorprendió que otro ser hablara mi idioma. Normalmente todo lo que oigo son ruidos con distintos timbres, tonos y volúmenes. Pero nunca antes había encontrado a alguien que hablara como hablaba yo.

—¿Puedes entenderme? Yo puedo entenderte —respondí, aún en mi asombro.

—Claro que puedo, soy un duende —dijo, con total naturalidad.

—¿Un duende?

—Sí, un ser vivo, como tú.

—¿Hay más como tú? —le pregunté.

—Los hay, pero no aquí. Soy el único de este bosque. Los duendes somos pocos en este mundo, y cada uno escogemos pequeños rincones especiales para asentarnos y pasar tranquilamente nuestras largas vidas de diez mil años.

Permanecí callado, escuchando. ¿Cuánto serían diez mil años?

—Diez mil años son muchos —aclaró, como adivinando mis pensamientos—. Por lo menos habré visto ponerse el Sol un millón de veces, y eso que aún soy joven. Y puedo decirte que, aun después de haberlo visto tantas veces, el de hoy es un atardecer especial y totalmente distinto al de ayer.

El duende me invitó a entrar en su mina, me enseñó a hacer fuego, a recoger las setas de forma que pudieran volver a crecer, y a cocinarlas de manera que sabían mucho mejor. Y estas setas cocinadas sí que sabían a pizza, qué delicia. Dormimos junto a la hoguera, en la entrada de la cueva, con el sonido de los grillos, la cascada y la brisa húmeda del lago.

Aunque echara de menos a mis humanos, después de esta experiencia aprendí que podía valerme por mí mismo y vivir una vida plena en el bosque, en libertad. Gracias, amigo duende.

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