Oscuridad

Era de noche. José Luis conducía a toda velocidad el Seat Ibiza rojo del 89 de su abuelo, por la M-505, en dirección al Escorial, aunque ese no era el lugar a donde se dirigía realmente. Circulaba, por lo menos, a 80 kilómetros por hora. José Luis nunca rebasaba los 70 por hora en las carreteras convencionales, pero aquel día algo en su interior le impulsaba a ir más rápido.

Llegó pronto a su destino, y todavía no era medianoche. Ansioso y tembloroso, José Luis salió del coche, sacó del maletero un pico y una pala. Se había olvidado la linterna. La única luz que iluminaba el lugar era la del maletero, ni siquiera la Luna le acompañaba en esa noche de Octubre. Apenas podía ver pero, aun así, debía llevar a cabo su cometido: sacar a Franco del Valle de los Caídos.

Después de aparcar cerca de un pinar, en la linde de la carretera, nuestro héroe caminó decidido, pico y pala, hasta la valla principal del recinto. En aquel momento se dio cuenta de que no necesitaba realmente una pala, pues no tenía nada que cavar. La soltó allí mismo, y pasó el pico por encima de la valla. Luego, saltó él. Al otro lado se encontraba el gran templo; no pudo evitar un pequeño gemido al verlo en todo su esplendor. Pero era un gemido de conmoción, nada de mariconadas.

Entró en la cripta, y allí encontró, entre la oscuridad y a duras penas, la tumba del Caudillo. Una enorme lápida cubría el hueco en el que debía encontrarse el ataúd. Parecía pesada y, aunque con una palanca podría haberla levantado fácilmente y sin estropicios, José Luis no había pensado en eso.

Empezó a picar la piedra, proceso que le ocupó un par de horas. Cuando por fin logró romper la lápida y abrió el sarcófago, se encontró con algo que le desfiguró la expresión de entusiasmo que tenía y la sustituyó por una de rabia. El ataúd estaba vacío. Se le habían adelantado.

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