Esta es una historia escrita en las notas del móvil. En nuestro tiempo, es normal sentarse, a veces, a solas. Realizamos lo que se podría denominar meditaciones. Marco Aurelio ya lo hizo en su siglo, pero de otra forma. Nosotros nos plantamos en un sitio, dejamos las conversaciones apartadas, apagamos la televisión y respiramos. Es un momento para estar con nosotros mismos.
Llueve. Una tormenta de verano, el viento fuerte es el preámbulo de que pronto llegarán los truenos. El cielo oscuro de la noche comienza a iluminarse intermitentemente y los destellos llaman nuestra atención. Levantamos la vista y miramos por la ventana abierta de par en par. Nuestros pulmones se llenan de aire limpio y húmedo. Huele a mojado. Se oyen las gotas golpear el suelo y las hojas de los árboles a un ritmo lento y tranquilo, como un "adagio". No tenemos prisa. Cerramos los ojos y nos ponemos de pie, desnudos, de forma que nuestra piel se limpia por el aire fresco que entra a través de la ventana, y realizamos una profunda inspiración. Exhalamos despacio.
Después de un rato, comenzamos a sentir que nuestro cuerpo se desprende de las impurezas que íbamos acumulando. Estrés, trabajo, ansiedad, gente, ruido, todo desaparece por un momento. Olvidamos, y nuestra mente se llena de la nada más absoluta. Nos sentimos más ligeros. Es placentero. Podríamos estar así horas y horas, escuchando cómo la tormenta se acerca, cada vez más, y nos envuelve y reconforta. Nos sentimos en casa. Gracias a ello, el ritmo del corazón también baja. Permanecemos en este estado de catarsis unos veinte minutos.
Cuando volvemos a recuperar la conciencia, los truenos se oyen más lejos, el tempo marcado por la lluvia en las hojas ha pasado a un "largo", y poco a poco se detiene. Sin embargo, los truenos siguen y el viento atraviesa la ventana con constancia. Así, nos metemos en la cama y, por primera vez en mucho tiempo, conciliamos el sueño.
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